En línea con esta doctrina Obama también viola la cláusula tradicional que establecía que al entrar en guerra una nación debe tener una razonable probabilidad de alcanzar el objetivo acordado. Y si hay algo que la historia reciente ha demostrado hasta la saciedad es que el terrorismo no desaparecerá de la faz de la tierra haciéndole la guerra.
Obama citó en su discurso un pasaje de
Martín Luther King “la violencia nunca traerá paz permanente. No resuelve ningún problema social: sólo crea otros nuevos y más complicados.” Pero a renglón seguido argumentó que como jefe de estado, juramentado para proteger y defender a su país, no puede solamente guiarse por las enseñanzas de King o del Mahatma Gandhi ante las amenazas que atribulan a los estadounidenses.
El discurso paranoico, patológico hasta la médula, de los ideólogos neoconservadores reaparece en labios del paladín del progresismo norteamericano: siempre la amenaza, sea de los comunistas, del populismo, del narcotráfico, del fundamentalismo islámico o del terrorismo internacional. Pero estas amenazas, más imaginarias que reales, son un ingrediente necesario para justificar la ilimitada expansión del gasto militar y la enorme rentabilidad que esto ocasiona para los gigantescos oligopolios que giran en torno al gran negocio de la guerra. Sin aquellas sería imposible justificar el predominio del complejo militar-industrial y los fabulosos subsidios que recibe, año tras año, del dinero aportado por los contribuyentes norteamericanos. Tampoco hubiera sido posible la desorbitada militarización de la sociedad norteamericana, que se proyecta hacia afuera con su agresiva política exterior y hacia adentro en la abrumadora presencia de las fuerzas represivas y de inteligencia, facilitada por la legislación “antiterrorista” de
Bush Jr. que conculcó buena parte de las libertades civiles y políticas existentes en Estados Unidos.
El resultado de esta indiferencia ante la cláusula tradicional que exigía que la acción bélica tuviera altas probabilidades de alcanzar los fines trazados no es otro que la total autonomización de la iniciativa militar. Como agudamente lo señalara Meiksins Wood en Empire of Capital en esta nueva versión de la teoría la respuesta militar se justifica aún cuando no exista ninguna posibilidad de que la misma sea exitosa. O, lo que es aún peor, bajo estas nuevas condiciones la agresión militar del imperialismo ya no requiere de ninguna meta específica o de algún enemigo claramente definido e identificado. La guerra no necesita de objetivos claramente delimitados y se torna un fin en sí mismo; un fin inalcanzable, y por lo tanto, infinito. Lejos de ser una situación excepcional la guerra se convierte en una actividad permanente: una guerra infinita contra un enemigo inidentificable cuyos cambiantes contornos –hoy un comunista, mañana el populista, después el “terrorismo internacional”, etcétera- lo dibuja, con absoluta arbitrariedad, el Ministerio de la Verdad del imperio, cuya misión no es otra que falsear la realidad y fabricar el consenso que necesitan los dominantes. No sería exagerado decir que las peores predicciones de George Orwell acerca de la producción de desinformación no sólo se vieron confirmadas sino sobrepasadas por el aparato cultural norteamericano. Gracias a este dispositivo de manipulación y control ideológico el gran negocio de la producción y venta de armamentos se inmuniza contra los avatares del ciclo económico. Guerra infinita es otro modo de decir ganancias infinitas y permanentes.
El ácido comentario de la ex Secretaria de Estado de Bill Clinton, Madeleine Albright, sintetiza muy bien el espíritu y las premisas que subyacen a esta postrera degradación de la doctrina tradicional: “para qué sirve tener tan formidable ejército si luego no lo podemos usar.” De eso se trata, pues el uso y la periódica destrucción de esa impresionante maquinaria militar es lo que se necesita para que prosperen los negocios del complejo militar-industrial. Con su soberbio desparpajo Albright reveló lo que muchos ideólogos del imperio se cuidan muy bien de callar.
El discurso de Obama fue decepcionante. Por más que el premio Nóbel de la Paz se haya devaluado –recuérdese que se lo otorgaron a un criminal de guerra como
Henry Kissinger- el presidente de Estados Unidos tendría que haber sido capaz de elaborar un argumento que sin caer en un inverosímil pacifismo se hubiera por lo menos distanciado en algo de la tónica ideológica impuesta por
Bush Jr. y sus compinches. No lo hizo. Es más: existen fundadas sospechas de que algunos de sus speech writers también lo hayan sido de su nefasto predecesor.
No sería de extrañar esta continuidad.
Obama ratificó en su cargo al Secretario de Defensa designado por
Bush Jr., Robert Gates y, en fechas recientes, propuso como Secretario de Estado Adjunto de Investigación e Inteligencia a Philip Goldberg, expulsado de
Bolivia por el presidente
Evo Morales el 10 de Septiembre de 2008 por su descarada participación en las intentonas separatistas del prefecto del Departamento de Santa Cruz, Rubén Costas. Así las cosas, las esperanzas alimentadas por la irracional “Obamamanía” cultivada por las buenas almas progresistas parecen hoy más ilusorias y absurdas que nunca.
Fte:
Rebelión | 13 dic 09