El 19 y 20 no postié al respecto por ese prurito de no querer depender de efemérides.
Y en estos días recordaba a la Dra Bleichmar y pensaba en lo necesarias que pueden volverse a veces algunas palabras, y por supuesto, ciertas personas.
La salud política *
Por Silvia Bleichmar (psicoanalista)
Hay en el campo argentino una antigua ley contra el cuatrerismo que dice que se puede matar un cordero por hambre pero que el cuero debe ser dejado en el alambrado. Es este el signo de que se ha comido pero no lucrado, de que uno se ha apropiado de lo más vital pero que no ha hecho usufructo, de que se ha respetado la propiedad defendiendo al mismo tiempo lo único que no puede ser subordinado a ella: la vida humana. En ese país de la ley del anticuatrerismo humanitario durante generaciones los niños cantaron: los pollitos dicen pío pío pío, porque tienen hambre, porque tienen frío… La cantaron en el jardín de infantes, en esos años en los cuales el hambre y el frío eran cuestión, en la Argentina, de canciones y relatos. La cantaron antes de que los pollitos de San Sebastián, los miles de pollitos que quedaron condenados a muerte luego del cierre y despido de mil docientas personas, se mataron a picotazos en su desesperación porque nadie proveyó ya los granos con los cuales la matanza pudo haber sido evitada.
La noticia, paradigma del país trágico, salió en la sección financiera del diario, produciendo una metáfora viviente del canibalismo económico, trayendo la cuota de horror necesaria para que las cifras perdieran la opacidad detrás de la cual se oculta la desesperación. Un día después, Wang Zhao-He, conocido como Juan, el chino del mercadito, lloró desesperado frente a las bolsas rotas y los estantes destruidos en el marco del saqueo que liquidó simultáneamente su cotidianeidad y las posibilidades de traer a su mujer y a su hijo, de 12 años, a la Argentina. Allá en Fujian, cerca de la costa y en medio de las plantaciones de té, desde donde vino como nuestros abuelos buscando otra vida, soñando con un sueldo de 500 dólares y cajas y cajas de arroz alineadas con su gallo erguido custodiando los granos, no supuso que los pollitos de San Sebastián venían a remedar, de manera parabólica, aquel punto de partida, el hambre ancestral de generaciones que lo precedieron, el fantasma terrible de las hambrunas con las cuales sus compatriotas convivieron durante miles de años, y que sólo empezaron a dejar atrás hace apenas quince años, cuando aún los niños argentinos cantaban de los pollitos que tenían hambre y frío.
Pero los picotazos sólo volaron las plumas de los grandes supermercados y dejaron tendidos a los pequeños propietarios, en un país desgarrado donde vecinos que se arman contra vecinos suben a las terrazas y encienden fogatas para custodiar sus precarios bienes, y los saqueadores mayores se desplazan de la City a las oficinas de gobierno, de las consultas en el exterior a las reuniones en las cuales se reparten los desechos que las grandes corporaciones les deslizan. El saqueo de los habitantes de la villa que avanzan sobre los malposeídos que tienen algunos colchones y una heladera en la cual hay todavía comida, que compran sus ropas con sueldos que no se sabe cuánto tiempo aún más van a cobrar, o que intentan conservar tienditas cada vez menos provistas cuyos impuestos no pueden sostener y a las cuales tal vez la inflación las deje sin stock, debe constituir no nuestro terror sino nuestra vergüenza, ya que hemos permitido que impunemente se construyeran countrys fenomenales en medio de la miseria entorno, y se dieran todas las muestras de insensible ostentación que sólo algunas rejas pretendieron proteger si no velar. Por eso las fogatas que se levantan en los barrios pauperizados de lo que el proceso de acumulación salvaje dejó de las capas medias bajas señalizan como las balizas espontáneamente armadas en la ruta el camino accidentado que hoy debemos desandar.
Pero esto no puede ocultar lo que realmente produjo un salto en la perspectiva política de la Argentina, que tuvo muchos saqueos en estos años pero ninguna pueblada. Porque lo que ganó realmente el primer round de la batalla que restituyó la esperanza, fue la recuperación de la dignidad, del sentimiento de volver a tener una cabeza que había sido primero desgastada y luego volada, cabeza que podía ser llevada nuevamente sobre los hombros sin la profunda humillación que la abatió durante tanto tiempo.
Y más allá de los picotazos desesperados o resentidos -resentimiento que algunos enjuician desde una moralidad que parece desconocer que si es verdad que la pobreza no genera en sí misma brutalidad, la acumulación de desilusión es la fuente mayor del odio, y esta acumulación en este país nuestro ha tomado un carácter ya no sólo dramático sino lindante con lo obsceno – hay algo que se acaba, que de una u otra manera se acaba, que se acabó en la batalla de las cacerolas y de la plaza gaseada, sin que podamos siquiera acusar de perversidad a un presidente signado por la debilidad, ambición y soberbia que lo hizo sostenerse en lo más bajo de las tradiciones partidarias.
Sabiendo por otra parte que lo que se acaba no es sólo un gobierno de ineptitudes, ni tampoco sólo un modelo económico que da cuenta del fracaso de una vertiente que hoy fue la convertibilidad y mañana la flotación, pasado la dolarización o el quinto día la devaluación, sólo para seguir haciéndonos cargo de una hipoteca de la cual no usufructuamos y que tampoco elegimos, aunque tal vez dejamos que se montara - bajo los militares por el terror, y en democracia porque confiamos en los nuestros mientras la marea económica los iba llevando a ser cada vez menos nuestros, cada vez más ellos, y porque en este bendito país una generación pensante fue aniquilada y otra devorada por los fantasmas del pasado. Se acaba un modo de gobernar en el cual ha fracasado el conjunto de la clase política, cuya mayoría siguió mostrando un grado de insensibilidad procaz cuando vitoreaba y aplaudía sus pequeños éxitos corporativos para sostenerse aunque sea un tiempito más, al costo que fuera, sobre el cadáver caliente de un país que expresó en los Muertos de Diciembre la representación misma de su agonía y de su derecho a no subirse al tren de la desintegración y la muerte bajo las reglas que le pretendieron imponer en el cerco del deterioro y la resignación.
Por eso la Plaza de Mayo, plaza trabajosamente ganada y dramáticamente defendida, en la cual lo terrible no es la falta de baldosas que la gente arrancó sino el hecho de que no habiendo habido en ella víctimas desde el 82, volvió a ser ocupada simultáneamente por la esperanza y la muerte. Allí se constituyó el gran laboratorio de recomposición de la subjetividad devastada, el lugar en el cual cada uno pudo percibir que si bien no siempre hacemos lo que queremos, tenemos el derecho de rehusarnos a lo que no queremos hacer, a lo que no queremos ser, y en particular, a que nos hagan desprendernos de nosotros mismos en un proceso de desidentificación que nos obliga a despojarnos de principios y esperanzas. La dignidad con la cual se defendió ese espacio histórico constituye el escenario en el cual se dio curso al derecho a recuperar una democracia no bastardeada, no de administradores sino de gobernantes sensibles y preocupados por la participación equitativa en las riquezas que aún podemos construir o recuperar, siendo este el gesto de salud política más importante de los argentinos en muchos años.
Y en estos días recordaba a la Dra Bleichmar y pensaba en lo necesarias que pueden volverse a veces algunas palabras, y por supuesto, ciertas personas.
La salud política *
Por Silvia Bleichmar (psicoanalista)
Hay en el campo argentino una antigua ley contra el cuatrerismo que dice que se puede matar un cordero por hambre pero que el cuero debe ser dejado en el alambrado. Es este el signo de que se ha comido pero no lucrado, de que uno se ha apropiado de lo más vital pero que no ha hecho usufructo, de que se ha respetado la propiedad defendiendo al mismo tiempo lo único que no puede ser subordinado a ella: la vida humana. En ese país de la ley del anticuatrerismo humanitario durante generaciones los niños cantaron: los pollitos dicen pío pío pío, porque tienen hambre, porque tienen frío… La cantaron en el jardín de infantes, en esos años en los cuales el hambre y el frío eran cuestión, en la Argentina, de canciones y relatos. La cantaron antes de que los pollitos de San Sebastián, los miles de pollitos que quedaron condenados a muerte luego del cierre y despido de mil docientas personas, se mataron a picotazos en su desesperación porque nadie proveyó ya los granos con los cuales la matanza pudo haber sido evitada.
La noticia, paradigma del país trágico, salió en la sección financiera del diario, produciendo una metáfora viviente del canibalismo económico, trayendo la cuota de horror necesaria para que las cifras perdieran la opacidad detrás de la cual se oculta la desesperación. Un día después, Wang Zhao-He, conocido como Juan, el chino del mercadito, lloró desesperado frente a las bolsas rotas y los estantes destruidos en el marco del saqueo que liquidó simultáneamente su cotidianeidad y las posibilidades de traer a su mujer y a su hijo, de 12 años, a la Argentina. Allá en Fujian, cerca de la costa y en medio de las plantaciones de té, desde donde vino como nuestros abuelos buscando otra vida, soñando con un sueldo de 500 dólares y cajas y cajas de arroz alineadas con su gallo erguido custodiando los granos, no supuso que los pollitos de San Sebastián venían a remedar, de manera parabólica, aquel punto de partida, el hambre ancestral de generaciones que lo precedieron, el fantasma terrible de las hambrunas con las cuales sus compatriotas convivieron durante miles de años, y que sólo empezaron a dejar atrás hace apenas quince años, cuando aún los niños argentinos cantaban de los pollitos que tenían hambre y frío.
Pero los picotazos sólo volaron las plumas de los grandes supermercados y dejaron tendidos a los pequeños propietarios, en un país desgarrado donde vecinos que se arman contra vecinos suben a las terrazas y encienden fogatas para custodiar sus precarios bienes, y los saqueadores mayores se desplazan de la City a las oficinas de gobierno, de las consultas en el exterior a las reuniones en las cuales se reparten los desechos que las grandes corporaciones les deslizan. El saqueo de los habitantes de la villa que avanzan sobre los malposeídos que tienen algunos colchones y una heladera en la cual hay todavía comida, que compran sus ropas con sueldos que no se sabe cuánto tiempo aún más van a cobrar, o que intentan conservar tienditas cada vez menos provistas cuyos impuestos no pueden sostener y a las cuales tal vez la inflación las deje sin stock, debe constituir no nuestro terror sino nuestra vergüenza, ya que hemos permitido que impunemente se construyeran countrys fenomenales en medio de la miseria entorno, y se dieran todas las muestras de insensible ostentación que sólo algunas rejas pretendieron proteger si no velar. Por eso las fogatas que se levantan en los barrios pauperizados de lo que el proceso de acumulación salvaje dejó de las capas medias bajas señalizan como las balizas espontáneamente armadas en la ruta el camino accidentado que hoy debemos desandar.
Pero esto no puede ocultar lo que realmente produjo un salto en la perspectiva política de la Argentina, que tuvo muchos saqueos en estos años pero ninguna pueblada. Porque lo que ganó realmente el primer round de la batalla que restituyó la esperanza, fue la recuperación de la dignidad, del sentimiento de volver a tener una cabeza que había sido primero desgastada y luego volada, cabeza que podía ser llevada nuevamente sobre los hombros sin la profunda humillación que la abatió durante tanto tiempo.
Y más allá de los picotazos desesperados o resentidos -resentimiento que algunos enjuician desde una moralidad que parece desconocer que si es verdad que la pobreza no genera en sí misma brutalidad, la acumulación de desilusión es la fuente mayor del odio, y esta acumulación en este país nuestro ha tomado un carácter ya no sólo dramático sino lindante con lo obsceno – hay algo que se acaba, que de una u otra manera se acaba, que se acabó en la batalla de las cacerolas y de la plaza gaseada, sin que podamos siquiera acusar de perversidad a un presidente signado por la debilidad, ambición y soberbia que lo hizo sostenerse en lo más bajo de las tradiciones partidarias.
Sabiendo por otra parte que lo que se acaba no es sólo un gobierno de ineptitudes, ni tampoco sólo un modelo económico que da cuenta del fracaso de una vertiente que hoy fue la convertibilidad y mañana la flotación, pasado la dolarización o el quinto día la devaluación, sólo para seguir haciéndonos cargo de una hipoteca de la cual no usufructuamos y que tampoco elegimos, aunque tal vez dejamos que se montara - bajo los militares por el terror, y en democracia porque confiamos en los nuestros mientras la marea económica los iba llevando a ser cada vez menos nuestros, cada vez más ellos, y porque en este bendito país una generación pensante fue aniquilada y otra devorada por los fantasmas del pasado. Se acaba un modo de gobernar en el cual ha fracasado el conjunto de la clase política, cuya mayoría siguió mostrando un grado de insensibilidad procaz cuando vitoreaba y aplaudía sus pequeños éxitos corporativos para sostenerse aunque sea un tiempito más, al costo que fuera, sobre el cadáver caliente de un país que expresó en los Muertos de Diciembre la representación misma de su agonía y de su derecho a no subirse al tren de la desintegración y la muerte bajo las reglas que le pretendieron imponer en el cerco del deterioro y la resignación.
Por eso la Plaza de Mayo, plaza trabajosamente ganada y dramáticamente defendida, en la cual lo terrible no es la falta de baldosas que la gente arrancó sino el hecho de que no habiendo habido en ella víctimas desde el 82, volvió a ser ocupada simultáneamente por la esperanza y la muerte. Allí se constituyó el gran laboratorio de recomposición de la subjetividad devastada, el lugar en el cual cada uno pudo percibir que si bien no siempre hacemos lo que queremos, tenemos el derecho de rehusarnos a lo que no queremos hacer, a lo que no queremos ser, y en particular, a que nos hagan desprendernos de nosotros mismos en un proceso de desidentificación que nos obliga a despojarnos de principios y esperanzas. La dignidad con la cual se defendió ese espacio histórico constituye el escenario en el cual se dio curso al derecho a recuperar una democracia no bastardeada, no de administradores sino de gobernantes sensibles y preocupados por la participación equitativa en las riquezas que aún podemos construir o recuperar, siendo este el gesto de salud política más importante de los argentinos en muchos años.
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Ref. 1: Conferencia de la Dra. Bleichmar
Ref. 2: Sobre inseguridad
Ref. 3: Del aire nuestro y latente
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* En Dolor País, ed. Libros del Zorzal, Buenos Airess, febrero 2002
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* En Dolor País, ed. Libros del Zorzal, Buenos Airess, febrero 2002