Anotaciones para una estética de lo americano

Rodolfo Kusch *


Detalle tejido Paracas (siglo VI a.c)
El problema del arte en América Latina es el problema de su vida política, social y económica. Se trata de la misma alternancia amarga entre luz y sombra, la misma reversión de lo que nos parece real y firme y nos infunde placer por el sentimiento de lo tenebroso y una realidad amorfa y sombría. Detrás del formalismo elegante de Mitre, la fealdad heroica del Martín Fierro. El arte americano es dual, bifronte, con dos caras que mantienen entre sí un abismo similar a la oposición maldita entre Dios y el Diablo.
Y es que hay una angustia original que sostiene lo perfecto y suprime lo imperfecto, y que regula las apetencias de tal modo que lo sombrío y tenebroso sea desplazado a un segundo plano. Y ello más que nada en función de una urgente apetencia que prefiere lo hecho a lo amorfo. América es la tierra de las cosas absolutamente hechas y, para amparar este criterio, se cobija detrás de antiguos mitos de represión, revitalizando por ejemplo una moral y un estoicismo que ya fueron abandonados en su significación absoluta por Occidente. En el fondo, se trata de una cultura vieja que se replantea problemas absolutamente nuevos, solucionándolos por el modo del mito. Hay cierta ausencia de arrojo o, mejor, una sistemática sustracción de savia vital para dar a lo nuevo un contenido vigoroso. Como la urgencia de vivir subvierte los problemas, imponiendo soluciones por vía de la supresión, se suprime en todos los casos lo realmente vital.
Y lo realmente vital se halla por debajo de lo social, por una suerte de proceso de amparo que asume el grupo social medio, subvirtiendo lo vital a las formas logradas o adquiridas. El miedo de vivir lo paraliza todo y, más aún, el miedo de vivir lo americano. De esta manera, el verdadero sentido de la moralidad media o del arte medio consiste, antes que en un arte o en una moral, en un simple canon que subsume a la verdadera vida. Toda situación social, política, cultural o artística tiende a asesinar a la inferior y se hace arte urbano matando al rural, como también se hace arte rural matando al ciudadano.
El arte surge así de un miedo original que cuestiona a lo amorfo su falta de forma. La visión que un artista corriente tiene de lo americano contiene esa irritación por la ausencia de equilibrio formal. Se refugia de inmediato en esa predisposición colectiva al estrato, a lo formal, a lo estable, llevado por una especie de pánico de que lo que está abajo pudiera destruir lo de arriba. Y en el caso de rozar algo muy hondo, que penetre en lo americano, el artista o el escritor tienden sobre esa hondura un barroco conceptual sutilmente entretejido para cerrar toda posibilidad de visión o de resquicio hacia lo viviente.
De ahí que se mienta, porque ésa es la ley. Se miente siendo federal y también se miente siendo unitario. En la esencia misma de esa actividad mentirosa yace un acto de conjuración de aquel espanto original de no saber para qué se escribe, se lucha, se enseña o se vive aquí en América. Es el amargo estar de más o de menos en un grupo humano que se desvive únicamente por aglutinarse buscando el amparo sin saber ante qué.


La estética de lo tenebroso


Cerámica azteca
Para una estructura moral de fuga, resulta imprescindible acentuar lo que en arte es visible y formal. La estética implícita en nuestro ámbito tiende a valorizar el producto artístico sobre la génesis de ese producto, o sea, la obra sobre el artista. América, y sobre todo Argentina, es donde más exacto sentido tiene un sindicato de artistas en tanto trabajadores del arte. Se produce por miedo, para conjurar la negra posibilidad de que el arte pudiera no tener ningún sentido como actividad.
El nuestro es, ante todo, un arte de producción y no de creación. De ahí que sea un arte con una estética del placer y de la forma. Pero como lo americano excluye forma y placer y supone, sí, lo amorfo y lo tenebroso, una estética como aquélla es una estética fallida.
Más aún. Una estética de lo americano no puede fincar en una estética del arte sino del acto artístico, precisamente porque éste incluye lo tenebroso cuando contempla ese proceso brumoso que va de la simple vivencia del artista a la obra como cosa. El acto artístico implica polaridad, porque parte de la vida como absoluto y se traduce en una cosa incrustada dentro de una sociedad, de acuerdo con un tiempo y con una forma preestablecida.
Decía Klages que el artista ejerce una especie de violencia al crear. El mismo término "expresión" lo confirma. El arte se vuelca con violencia, como venciendo una resistencia, ya que expresa un contenido que adopta una forma. Y es el análisis de esta expresión de un contenido lo que convierte al arte en una transición de un ámbito rigurosamente vital hacia otro que no lo es. El contenido del autorretrato de Van Gogh y la forma adoptada por él constituyen dos opuestos inconciliables entre sí: el uno referido a la vida y el otro estructurado de acuerdo con un canon socialmente comprensible. No se trata solamente de una conciliación mecánica, por la que lo vital se funde a lo formal. Hay en el proceso del arte, como acto, la superación de una falla esencial en lo humano, por la que el arte es una solución para un aspecto fallido de la existencia, precisamente aquél por el cual la vida y la inteligencia se oponen, como también ocurre con instinto y razón, individuo y sociedad. Es una oposición por contradicción, ya que el segundo elemento encierra la negación del primero. En lo más hondo, es un triunfo de lo estático sobre lo dinámico, del signo sobre lo signado. El arte entra así en el proceso general de lo humano porque subsume el mundo vital al mundo intelectual para fijar y contener.
En este punto asoma lo tenebroso del arte. Porque se fija y se contiene en el arte una vida postergada frente a lo social, o sea, se vuelve a traducir en formas o en signos comprensibles aquello que socialmente fue excluido o relegado como algo tenebroso para la inteligencia. Mientras el cuerpo social deambula dentro de su propia estructura intelectual, la vida le cuestiona sus derechos por intermedio del arte. En este sentido, lo vital es lo tenebroso frente a lo social. El complejo vital expresado por Goethe en el Fausto era vivido por la sociedad burguesa de su época como algo tenebroso. Se requirió la forma dada por Goethe a ese complejo vital para que se lo llevara socialmente a la conciencia. A través del Fausto se actualiza la vida y, por lo tanto, se integra la sociedad alemana de aquella época.

Las manos de la ternura, O.Guayasamín, Ecuador
El arte cierra así una parábola de ajuste porque es la transición de lo tenebroso hacia la luz. Y lo auténtico del gran arte estriba en que es una respuesta plástica a la pregunta primordial que el grupo social –por intermedio del artista– se ha hecho sobre sí mismo. En todo gran arte, el artista hace cuestionar al instinto colectivo su sobrevivencia. Así ocurrió con el teatro griego y con la pintura de Diego Rivera.
Todo lo que va más allá de este planteo es accesorio. Lo formal, el instrumento, el material utilizado pertenecen al segundo término de la ecuación esencial del arte, es decir, a lo social. Lo importante es el primero, la vida, y más aún, esa vida en su aspecto tenebroso. Cuando ella falta, o cuando no hay un reconocimiento de lo tenebroso, el arte cae en manos de los realizadores como el actor o el ejecutante y se convierte en juego o también en arte abstracto.
Ahora bien, la ausencia de un gran arte entre nosotros se debe a que no se da el acto estético. El verdadero problema de nuestro arte es el de la coartación del acto estético. Una obra surge entre nosotros elaborada directamente en el plano formal, a partir de una vivencia o intuición que carece de vitalidad real. Porque si fuera real no habría forma para ella, como no la hay –aparentemente– para lo gauchesco o lo indio. No se da entonces el proceso del Quijote, que va del fondo a la cúspide, de la miseria tenebrosa de Sancho al ideal de caballería, sino que se parte de un fondo adquirido, o mejor, de una vivencia elaborada, para arribar a una forma rigurosamente preestablecida. En cambio, lo realmente vital, la vivencia de nuestra miseria política, social, económica y cultural se descarga en un terreno no artístico: en la esfera del café, del cabaret o de la calle. De ahí la escisión de nuestro arte. De un lado, un arte oficial, y del otro, bajo el falso rótulo de popular, está lo gauchesco, la literatura tanguera o el submundo del sainete.

Palillo para cal Calima, 100a.C. (Museo del oro, Bogotá)
La polaridad genética del acto artístico se apareja, agravándose, a un viejo problema de nuestra vida social entera, y es la distancia entre lo realmente vital y lo realmente estructural y de nuestra cultura, distancia que va del suburbio al centro, del campo a la ciudad, del individuo a la sociedad, y se plantea aun dentro del individuo como vida y razón. En todo lo americano se adosa lo germinativo al fruto, sin que aquello tenga algo que ver con éste. En el terreno político, esta escisión se resuelve reemplazando un mundo por otro alternativamente, sin mediar ninguna conciliación. Por ello hay una estrecha correlación con el problema de lo americano, porque entra en esa escisión tan nuestra que coloca, por un lado, a lo indígena y a la tierra en el terreno de lo tenebrosamente vital, y por el otro, a lo formalmente evadido en las estructuras sociales que hemos levantado con esfuerzo en la ciudad.

Lo americano


Fragmento mural de San Bartolo, Guatemala (100 a.C.)
Pero, ¿qué es lo americano? Desde el punto de vista del sentido común, lo americano es primordialmente lo indígena y en segundo lugar el mundo construido por el hijo del inmigrado. Uno y otro se corresponden respectivamente con lo muerto y lo viviente. Y la arqueología intercede para desnutrir aún más a lo indígena, de tal modo que subsiste lo inmigrante como única posibilidad.
Pero lo indígena es lo muerto porque así lo pide la objetividad científica. Lo indio como objeto, dentro del espacio vacío del mundo occidental, es la nada. Y la postura positivista de nuestros arqueólogos se encargó de probarlo, aun cuando éstos sigan a la escuela histórico-cultural. Pero la objetividad occidental es, en el fondo, una filosofía del objeto utilizable. La realidad, después de Kant, es reconstruible a partir del sujeto, de tal modo que una realidad que se da como opuesta sólo es vista en función de la utilidad de ese sujeto. Lo indio, en el ámbito de la visión del mundo occidental, no tiene ninguna validez política, social o artística, es decir que no entra vitalmente a formar parte de dicho ámbito. En este sentido, lo indio es estrictamente lo muerto y por lo tanto se lo relega al museo como algo monstruoso y aberrado.
Desde el punto de vista histórico ocurre otro tanto. El indígena desaparece con el Descubrimiento. Y la historia, desde entonces hasta ahora, no fue otra cosa que la de la occidentalización de América. Las naciones americanas se crean en 1810 en función del sujeto kantiano, a partir de categorías y en un espacio geográfico teóricamente vacío.
Pero este proceso iniciado por la fuerza de las armas y luego mantenido por el historiógrafo y el arqueólogo no impidió, en el terreno de lo político, la supervivencia no ya del indio sino de lo indígena, en su sentido literal de lo autóctono. Pudo desaparecer, en el caso de Argentina, lo indio como cosa pero no como estructura. ¿Qué sentido tienen, si no, entre nosotros 1820 y 1946?
Esta sospecha nos conduce directamente, más que a un estudio de la historia, a una estética de lo americano. Porque sólo ella podrá determinar, a través del análisis y la comparación del arte antes y después del Descubrimiento, el grado de compromiso geográfico de nuestro ámbito vital. Es el desmenuzamiento y la iluminación del aspecto tenebroso de nuestra realidad.
En este sentido, la estética subvierte a la historia o, mejor dicho, la mejora, en tanto es el rastreo de lo formal en el pasado y en función del presente, como lo quería Nietzsche. Es la historia como estética del pasado, y ésta como un drenaje de la plenitud vivida en el pasado como mito, que se hace necesario en un presente sin finalidad como el nuestro. La distancia racial que nos separa del indio torna este problema doblemente fecundo, precisamente porque es la oposición entre un compromiso geográfico y una formalidad adquirida, aunque deseable. Es buscar en el pasado la experiencia geográfica de América, en la suposición de que pudiera significar un antecedente para esta irrupción de lo americano en la política, en lo social o en lo cultural. Más aún, una estética de lo americano podría significar una integración geográfica de lo americano.

Detalle tejido Paracas (siglo VI a.c)
Pero, más que el problema clave de lo indígena, se abordaría también la resistencia o la ortodoxia del sentir formal de nuestra vida. Una estética de lo americano roza el porqué de la formalidad como principio, o sea, esa oposición vigorosa de Sarmiento a la barbarie, esa alternancia de barbarie y civilización, esa agonía y esa zozobra constante de todo lo pensado en el plano del espíritu y ese mal agazapado que todo lo desbarata. Es el rastreo de la posibilidad de un sentimiento realmente heroico de la vida, no ya mediante el cómodo refugio en la forma y en el espíritu, sino mediante la calibración de esta forma y de este espíritu en función de la vivencia del mal y de lo amorfo, como si éstos se adosaran dialécticamente al del bien y al de la forma. Es la apreciación del supuesto mal como fermento del bien lo que llevaría a encontrar en lo amorfo una forma propia. Una manera herética de encontrar dentro de lo bárbaro a la civilización, pero en un terreno estrictamente culturológico y por lo tanto lejos, muy lejos, de esa nuestra mediocridad espiritual que siempre refugia en los planteos políticos lo que sólo debe mantenerse en el plano de la estricta inteligencia.


* Kusch, Rodolfo G.: Anotaciones para una estética de lo americano, t. IV. Obras Completas, Editorial Fundación Ross, Rosario, 2000.



1 comentarios :

Anónimo dijo...

viva el ECUADOR

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